Sinópsis
De jóvenes, Florentino Ariza y Fermina Daza se enamoran apasionadamente, pero Fermina eventualmente decide casarse con un médico rico y de muy buena familia. Florentino está anonadado, pero es un romántico. Su carrera en los negocios florece, y aunque sostiene 622 pequeños romances, su corazón todavía pertenece a Fermina. Cuando al fin el esposo de ella muere, Florentino acude al funeral con toda intención. A los cincuenta años, nueve meses y cuatro días de haberle profesado amor a Fermina, lo hará una vez más.
Con sagacidad humorística y depurado estilo, García Márquez traza la historia excepcional de un amor que no ha sido correspondido por medio siglo. Aunque nunca parece estar propiamente contenido, el amor fluye a través de la novela de mil maneras –alegre, melancólico, enriquecedor, siempre sorprendente-.
Con sagacidad humorística y depurado estilo, García Márquez traza la historia excepcional de un amor que no ha sido correspondido por medio siglo. Aunque nunca parece estar propiamente contenido, el amor fluye a través de la novela de mil maneras –alegre, melancólico, enriquecedor, siempre sorprendente-.
Edición recomendada
Nº de páginas: 504 págs.
Editorial: Mondadori
Lengua: Castellano
Encuadernación: Tapa blanda
ISBN: 9788439703853
Año edicón: 1999
Plaza de edición: Barcelona
El autor
scritor, periodista y premio Nobel colombiano. Nació en Aracataca y se formó inicialmente en el terreno del periodismo. Fue redactor de El Universal, un periódico de Cartagena de Indias durante 1946, de El Heraldo en Barranquilla entre 1948 y 1952, y de El Espectador en Bogotá a partir de 1952. Entre 1959 y 1961, trabajó para la agencia cubana de noticias, La Prensa, en su país, en la Habana y en Nueva York. Debido a sus ideas políticas izquierdistas, se enfrentó con el dictador Laureano Gómez y con su sucesor, el general Gustavo Rojas Pinilla, y hubo de pasar las décadas de 1960 y 1970 en un exilio voluntario en México y España. Sus novelas más conocidas son Cien años de soledad (1967), que narra en tono épico la historia de una familia colombiana, y en la cual se pueden rastrear las influencias estilísticas del novelista estadounidense William Faulkner, y El otoño del patriarca (1975), en torno al poder y la corrupción políticos. Crónica de una muerte anunciada (1981) es la historia de un asesinato en una pequeña ciudad latinoamericana, mientras que El amor en los tiempos del cólera (1985) es una historia de amor que se desarrolla también en Latinoamérica. El general en su laberinto (1989), por otro lado, es una narración ficticia de los últimos días del revolucionario y hombre de estado Simón Bolívar. También es autor de varios libros de cuentos como La increíble y triste historia de Eréndira y de su abuela la desalmada (1972) o Doce cuentos peregrinos (1992). García Márquez ha despertado admiración en numerosos países occidentales por la personalísima mezcla de realidad y fantasía que lleva a cabo en sus obras narrativas, situadas siempre en Macondo, una imaginaria ciudad de su país. Su última obra publicada, Noticia de un secuestro (1996), es un reportaje novelado sobre el narcoterrorismo colombiano. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1982 y fue formalmente invitado por el gobierno colombiano a regresar a su país, donde ejerció de intermediario entre el gobierno y la guerrilla a comienzos de la década de los ochenta. © eMe
Texto seleccionado
Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino
de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la
casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso
que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano
Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de
ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un
sahumerio de cianuro de oro.
Encontró el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña donde había
dormido siempre, cerca de un taburete con la cubeta que había servido para vaporizar el
veneno. En el suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de un gran
danés negro de pecho nevado, y junto a él estaban las muletas. El cuarto sofocante y
abigarrado que hacía al mismo tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a iluminarse
apenas con el resplandor del amanecer en la ventana abierta, pero era luz bastante para
reconocer de inmediato la autoridad de la muerte. Las otras ventanas, así como cualquier
resquicio de la habitación, estaban amordazadas con trapos o selladas con cartones
negros, y eso aumentaba su densidad opresiva. Había un mesón atiborrado de frascos y
pomos sin rótulos, y dos cubetas de peltre descascarado bajo un foco ordinario cubierto
de papel rojo. La tercera cubeta, la del líquido fijador, era la que estaba junto al cadáver.
Había revistas y periódicos viejos por todas partes, pilas de negativos en placas de vidrio,
muebles rotos, pero todo estaba preservado del polvo por una mano diligente. Aunque el
aire de la ventana había purificado el ámbito, aún quedaba para quien supiera
identificarlo el rescoldo tibio de los amores sin ventura de las almendras amargas. El
doctor Juvenal Urbino había pensado más de una vez, sin ánimo premonitorio, que aquel
no era un lugar propicio para morir en gracia de Dios. Pero con el tiempo terminó por
suponer que su desorden obedecía tal vez a una determinación cifrada de la Divina
Providencia.
de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la
casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso
que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano
Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de
ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un
sahumerio de cianuro de oro.
Encontró el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña donde había
dormido siempre, cerca de un taburete con la cubeta que había servido para vaporizar el
veneno. En el suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de un gran
danés negro de pecho nevado, y junto a él estaban las muletas. El cuarto sofocante y
abigarrado que hacía al mismo tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a iluminarse
apenas con el resplandor del amanecer en la ventana abierta, pero era luz bastante para
reconocer de inmediato la autoridad de la muerte. Las otras ventanas, así como cualquier
resquicio de la habitación, estaban amordazadas con trapos o selladas con cartones
negros, y eso aumentaba su densidad opresiva. Había un mesón atiborrado de frascos y
pomos sin rótulos, y dos cubetas de peltre descascarado bajo un foco ordinario cubierto
de papel rojo. La tercera cubeta, la del líquido fijador, era la que estaba junto al cadáver.
Había revistas y periódicos viejos por todas partes, pilas de negativos en placas de vidrio,
muebles rotos, pero todo estaba preservado del polvo por una mano diligente. Aunque el
aire de la ventana había purificado el ámbito, aún quedaba para quien supiera
identificarlo el rescoldo tibio de los amores sin ventura de las almendras amargas. El
doctor Juvenal Urbino había pensado más de una vez, sin ánimo premonitorio, que aquel
no era un lugar propicio para morir en gracia de Dios. Pero con el tiempo terminó por
suponer que su desorden obedecía tal vez a una determinación cifrada de la Divina
Providencia.
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